( artigo de Nils Castro )
La reanimación de los movimientos sociales y los éxitos electorales que distintas expresiones de las izquierdas alcanzaron en América Latina desde los años 90, y la consiguiente aparición de varios gobiernos progresistas al inicio del siglo XXI, hicieron ver que una “nueva izquierda” había entrado en escena. Más que introducir un novedoso concepto político, esta expresión reflejó el hecho de que en gran parte del Continente la realidad experimentaba un cambio significativo, aunque aún era difícil caracterizarlo debido a la diversidad de procesos nacionales que hacían factible que tales éxitos y gobiernos tuvieran lugar.
Pero hubiera sido ingenuo suponer que estos acontecimientos se podían reiterar y consolidar sin suscitar una reacción de los intereses locales y transnacionales asociados a las fuerzas de la derecha política. Así lo demostrarían, no mucho después, la conspiración para provocar un golpe civil en Guatemala, la ejecución de uno militar en Honduras y el hostigamiento al proceso paraguayo, así como las derrotas electorales que la socialdemocracia padeció en Panamá en el 2009 y la concertación en Chile en el 2010.
Además, en poco tiempo se evidenció que esa contraofensiva no se reduce a un regreso de las derechas como ya las conocíamos, sino que ahora ellas presentan otro discurso, formas y métodos para instrumentar su retorno, y objetivos más radicales. Al hacer esta observación, no quiero sugerir que todas las modalidades de la derecha latinoamericana han adoptado o adoptarán enseguida este nuevo patrón. En cada lugar y coyuntura ellas echarán mano de viejas o nuevas formas de actuar según convenga a cada caso.
Sin embargo, es necesario advertir este cambio, porque es parte inherente de una evolución que todavía dará bastante más que decir. Esta derecha se asocia a nuevos actores y prueba otras formas y medios de desplegar, sostener y reproducir su hegemonía. Su acometividad hace pensar que estamos ante un conjunto variado pero consistente de rasgos y procedimientos políticos que conforman una “nueva derecha”, es decir, un contrincante modificado que es preciso reexaminar.
Un despertar incompleto
Los éxitos electorales que determinadas izquierdas han alcanzado durante este período son consecuencia de las reacciones populares provocadas por el deterioro de la situación material y moral sufrido en los años precedentes, y la consiguiente busca de respuestas políticas que grandes masas de latinoamericanos han salido a probar. Expresaron un cambio de su estado de ánimo, al volver a darse la oportunidad de reivindicar sus demandas a través de los instrumentos democráticos disponibles.
No obstante, con los matices propios de las respectivas circunstancias nacionales, sus éxitos se dieron específicamente en el campo político, sin que al menos hasta ahora esas izquierdas contaran con las condiciones necesarias y suficientes para remover las demás estructuras de sus respectivas sociedades.
Esta limitación se debe a que el disgusto de los electores aún no maduró el desarrollo ideológico requerido para construir logros de mayor proyección. En otras palabras, que su cultura política todavía no ha elaborado otro modo de cuestionar la realidad, ni un proyecto confiable con el que armar la decisión de transformarla. Si lo ocurrido reflejó un cambio del estado de ánimo de la masa de votantes, entonces todavía no estamos ante una nueva conciencia que ya se destaca por la consistencia de sus postulados, sino ante un modo de reaccionar que en determinado momento puede expresarse como voto de repudio a la situación precedente o incluso de adhesión a determinada perspectiva , pero que más tarde podrá desviarse en otros sentidos.
Pero, incluso así, en estos años dichas izquierdas han demostrado que, hasta el actual nivel de la inquietud y el desarrollo sociopolítico de sus respectivos países y de la región, ellas no solo han adquirido una experiencia de gobierno, sino que también probaron ser capaces de administrar al régimen capitalista mejor que las propias derechas y, además, de hacerlo de formas que han mejorado significativamente las condiciones de vida de millones de latinoamericanos. Aunque, al propio tiempo, han mostrado que, por esta vía, aún no están en capacidad de remplazar al régimen existente por otra formación histórica más avanzada. Es decir, se trata de un proceso que está por consolidarse.
Vencida pero no derrotada
Si bien en el campo electoral el gran capital y sus políticos, partidos y medios de comunicación sufrieron un importante revés en esos países latinoamericanos, los núcleos principales de la derecha conservaron sus instrumentos básicos de control, actuación y poder. Pese al desconcierto que eso les haya motivado en el plano subjetivo, generalmente ellos conservaron los instrumentos principales del sistema político preexistente, así como el dominio de los medios de comunicación más poderosos . Es decir, en ese período las izquierdas vencieron políticamente a las formas tradicionales de las derechas, pero no derrotaron a la derecha “como tal”, en tanto que ésta retuvo las bases socioeconómicas de su fortaleza y muchos de los instrumentos culturales de su influencia.
Al cabo, tras sopesar las experiencias vividas, los talentos y los medios de comunicación de las derechas hoy hegemonizados en gran parte por el capital asociado a la globalización decantaron y renovaron sus alternativas estratégicas y reactualizaron sus opciones políticas. Desde entonces, su contraofensiva ha venido reorganizándose tanto en los países donde alguna corriente de la izquierda les ganó elecciones o estuvo cerca de ganárselas, como también donde ello no ha ocurrido.
Eso no se urdió en el vacío. El clima propicio para que esta contraofensiva pueda incidir en las capas sociales subalternas aún aprovecha el ambiente de decepción y disgregación ideológica y política que siguió al reflujo de los proyectos revolucionarios de los años 60 y 70, y el colapso del Campo Socialista y la URSS. Sobre ese ambiente se potenció la ofensiva neoconservadora iniciada en los 80 y 90, de la cual aún quedan importantes secuelas ideológico culturales. Un reflujo y un colapso que en su momento el capital transnacional aprovechó, asimismo, para justificar e instrumentar los “reajustes” neoliberales, frente al rezago de las propuestas que las izquierdas podían contraponerle, así como por su insuficiencia para asegurarle a nuestros pueblos otra alternativa, pese a los malestares y protestas sociales que las malignas consecuencias de esos reajustes irían acumulando.
En aquellas circunstancias, las izquierdas enfrentaron la ofensiva político cultural de la derecha neoliberal con más críticas que contrapropuestas, mientras que esa derecha, por su parte, aprovechó esa coyuntura como la oportunidad de recoger y abanderar a favor suyo una parte de los disgustos sociales que en el período precedente ella misma había contribuido a causar, endilgándoselos a las demás fuerzas políticas.
Pero ahora no solo estamos ante una metamorfosis de los pretextos, métodos y lenguajes de la derecha sino que, a la vez, se puede observar cómo sus medios periodísticos y académicos se esfuerzan por inducirle a las izquierdas una metamorfosis “de espejo”, que busca reencaminarla a lo largo de una agenda consonante con el interés estratégico de esa nueva derecha.
Para tales propósitos, la participación de agencias oficiales, fundaciones privadas e intereses empresariales de Estados Unidos y de algunos países europeos no se ha ocultado.
Un ejemplo desembozado fue lo que en Panamá el sarcasmo local llamó “el pacto de la Embajada” cuando, durante la campaña electoral del 2009, la embajadora norteamericana invitó a las personalidades políticas locales a presenciar desde su residencia la toma de posesión del presidente Barack Obama. Durante la velada, mientras los invitados miraban la pantalla, los auxiliares de la anfitriona, sin disimulo, condujeron a la sala contigua a los dos principales contrincantes de derecha, quienes allí acordaran la alianza que después les posibilitaría derrotar al gobernante partido socialdemócrata e instaurar un régimen de nueva derecha. Una batería de fotógrafos de prensa, avisados de antemano, cubrió esa reunión paralela, sin ocuparse de la ceremonia de Obama.
Del modelo autoritario al neoliberal
Al hablar de la emersión de una nueva derecha en América Latina no sugerimos que ella pueda ser una corriente política, ideológica y metodológica homogénea para toda esa diversidad de países, ni que la misma exprese un modo de pensar y de actuar que pueda considerarse inédito. En realidad, se trata de un conglomerado donde coincide una variedad de intereses, cuyos objetivos esenciales, métodos y discurso tienen precedentes de vieja data. Por ejemplo, en la reacción chovinista que en Europa se opuso a admitir la liberación de las colonias en África y Asia y, de modo más reciente, en la versión estadunidense de Revolución Conservadora angloamericana de los años 80.
En su momento, las viejas derechas latinoamericanas como expresión política de las élites socioeconómicas u “oligarquías” asociadas a una hegemonía foránea estuvieron íntimamente asociadas a los regímenes de democracia restringida y de dictadura militar que predominaron en los años de la Guerra Fría, en dos sentidos. El primero porque en época de las movilizaciones democráticas, nacionalistas y progresistas de los años 60, tocaron a las puertas de los cuarteles para solicitar la represión e incluso para instaurar gobiernos autoritarios.
El segundo porque, al amparo de los consiguientes regímenes dictatoriales, no solo salvaron sus antiguos intereses con frecuencia ligados a la economía agroexportadora tradicional sino que además incursionaron en las nuevas oportunidades del capitalismo dependiente, como las del sector de los servicios internacionales y el aprovechamiento de nuevas tecnologías, tanto más prometedores en tiempos de globalización. Aparte de salvarse, experimentaron otros desarrollos y, en consecuencia, nuevas aspiraciones y necesidades.
Como el tiempo no pasa en balde, en los años 80 ya era inocultable que las sociedades latinoamericanas así como el propio capitalismo no solo habían crecido sino que se volvían más diversificadas y complejas, enfrentaban nuevos problemas, daban lugar a nuevos protagonistas y demandaban formas de gestión más avanzadas. Así que también requerían otro género de gobiernos, incluso para justificar las reformas neoliberales y hasta infundir esperanzas en sus resultados, coordinar su aplicación y administrar políticamente sus eventuales consecuencias.
Pero el proceso de cambio de las formas de gobierno no solo respondió al incremento de la complejidad sociocultural de los países, y de la complejidad de sus relaciones con un mundo en globalización, sino también a la transición que venía dándose en los núcleos más dinámicos de las burguesías locales y de sus vinculaciones con el mercado transnacional. Parte de los propietarios y los capitales ligados a la economía agrícola y agroindustrial, y a las exportaciones tradicionales, se desplazaban hacia los negocios característicos de nuevos sectores de la economía, con renovadas conexiones internacionales y la incorporación de mejores tecnologías, que demandaban otro género de entorno institucional e instrumentos políticos.
Para todo ello se necesitaron transiciones controladas, dirigidas a constituir regímenes más legitimados y eficientes, con determinados espacios (y límites) para la distensión social, la circulación de ideas y la innovación. La disyuntiva estaba entre propiciar una democratización dosificada o atenerse a las opciones de desorden o revolución que ya empezaban a incubarse. Eso implicó que la propia élite socioeconómica y sus medios de expresión política asimismo debieron llevar a cabo sus respectivas transiciones hacia nuevas formas de gobernar. Donde la oligarquía local todavía fue renuente, sus poderosos asociados foráneos debieron intervenir más directamente en la tarea de empujar esa evolución.
En la necesidad de disponer de nuevas alternativas políticas, ese fue un período de “modernización y mundialización política” propicio para las performances de la democracia cristiana. Como igualmente la de conspicuos partidos y dirigentes con discurso socialdemócrata, salidos unos de la reconversión de personalidades liberales y otros de la asimilación de ex socialistas reblandecidos por los rigores de la Guerra Fría. A la postre, unos y otros serían los beneficiarios políticos visibles de los pactos de transición previamente negociados con los altos mandos militares y sus entornos civiles empresariales, con frecuencia en remplazo de los antiguos partidos liberales y conservadores.
Del descalabro neoliberal a la nueva derecha
Pero tarde o temprano cualquier transición al cabo se agota. Los nuevos regímenes de democracia pactada y restringida, casi siempre uncidos sin remedio a la misión de administrar las reformas neoliberales las aperturas y privatizaciones, así como la reducción y desmantelamiento de las facultades y los poderes del Estado, y de sus obligaciones asistenciales , poco más tarde tuvieron que asumir la responsabilidad por las trágicas secuelas sociales y los descontentos que esas reformas precipitaron, y sus altos costos políticos. Regímenes que por un tiempo gozaron de buen nombre y cierta autoridad cívica unos años después fueron desbordados por la inconformidad popular.
Al cierre de ese período, lo que quedó fue una extendida percepción no solo del descalabro económico, sino también del descrédito del sistema político instaurado tras la “oleada” democrática, incluido el agotamiento de sus partidos y dirigentes más representativos. Se generalizó la tendencia asimismo instigada por los grandes medios de comunicación de responsabilizar al sistema institucional, a los partidos y estilos políticos, y a los parlamentos, por las consecuencias de la gestión neoliberal: la fragilidad del empleo, la degradación de los servicios y la seguridad sociales, el individualismo insolidario, la corrupción, la inseguridad en las calles, la angustia de las clases medias, etc.
Desde luego, si al Estado se le quitaron las facultades y medios necesarios para regular la economía e intervenir en su curso, eso le dispensó ilimitadas libertades a los inversionistas y especuladores para ampliar los negocios lícitos y también los ilícitos. Con esa liberación de las actividades económicas y financieras igualmente sobrevino su desmoralización, de conocidas consecuencias en el campo de la transnacionalización del delito, la (in)seguridad ciudadana y la seguridad pública.
¿A quién culpar, después, por los nuevos males? ¿Qué hacer para acabar con ellos, y de una vez por todas? Para la derecha, los estragos que ella previamente causó a través de la desregulación ahora deberán remediarse por medio de la “mano dura”. Porque para la crónica desaprensiva o intencionalmente superficial la culpa está en las malas costumbres y los individuos, ya sea porque es más difícil desentrañar las estructuras y procesos sociales que las apariencias o, antes bien, porque ella busca evitar que se cuestione a tales estructuras. Mientras los medios académicos y los líderes de izquierda investigan y formulan opciones y propuestas, a la nueva derecha le basta una argumentación más cosmética y expedita, que se puede mercadear sin mayores fatigas intelectuales.
Porque esa derecha viene a salvar el fondo y los afanes del sistema socioeconómico vigente, buscando no apenas preservarlo sino “liberarlo” del fárrago de restricciones que el humanismo, la tradición liberal y/o las conquistas del movimiento popular le impusieron en anteriores tiempos, y a reinstaurar las formas de hegemonía y de gestión de clase que más le convienen. Esto es, esa derecha busca desnudar la economía capitalista, destrabar su meollo, lo que demanda restablecer las reglas del capitalismo salvaje para recuperar la tasa de ganancia. Y además viene determinada a tomar un atajo para ejecutar este propósito sin lastrarlo con pudores éticos, antes de que alguien se adelante a levantar una expectativa de otro signo. De allí el estilo perentorio y macho de esa misión reaccionaria, que no acepta perder tiempo en escrúpulos ni disquisiciones.
Con lo cual esa derecha es “nueva” por sus pretextos, métodos, estilos y procedimientos, al tiempo que sus intenciones y contenidos son más radicales que conservadores. Sin pasados disimulos, sus objetivos vienen de tiempos de la acumulación primitiva capitalista, anterior al desarrollismo de época de la postguerra. Si bien el envase es nuevo, su contenido no es viejo sino antiguo.
Repensar a la derecha: Europa
En la Europa de los años 80, bajo la ofensiva neoconservadora de la premier Margaret Tatcher y el presidente Ronald Reagan, algunas de las categorías conceptuales del quehacer político de la postguerra cambiaron de preeminencia. Con el impacto de los cambios tecnológicos, los imponderables de la globalización, las crisis económica y sociocultural, el cuestionamiento de los sistemas políticos y de representación, el crecimiento de la inmigración, el miedo al desempleo y a la pérdida del status social, se incrementaron las fobias xenofóbicas y racistas en detrimento de las manifestaciones características de la lucha de clases.
Entró en escena una derecha postindustrial que ya no invocaba la tradición fascista, que postuló la defensa de la identidad nacional amenazada por la globalización cultural, criticó el desmantelamiento de los beneficios del Estado de Bienestar, reivindicó la preferencia por los connacionales sobre los inmigrantes, y repudió la renuncia a las cuotas de soberanía cedidas en los procesos de integración a asociaciones supranacionales como la OTAN y la Unión Europea.
El rechazo a los inmigrantes encabezó sus consignas. El dilema entre el nacionalismo y el cosmopolitismo, y la preferencia por el mestizaje que desde los años 60 predominó como expresión positiva de la internacionalización de la cultura, en los 80 perdió terreno frente a la opción excluyente que exigió erigir entidades nacionales más cerradas y fuertes.
En Francia, tras la derrota en Argelia, la derecha tradicional fue arrollada por el gaullismo. Como reacción ante ese predominio, en los años 80 emergió la Nueva Derecha, movimiento que elaboró una propuesta doctrinal dirigida a devolverle independencia y discurso propio a ese sector. Su vocero más notorio, Alain de Benoist, en los años 60 militó en el nacionalismo colonialista que rechazaba el diálogo y la paz en Argelia. De forma consciente o no, hoy en día varias de sus principales ideas reaparecen una y otra vez en el discurso de las nuevas derechas latinoamericana y estadunidense.
Ese movimiento reivindicó que Francia se constituyera en un baluarte de la preeminencia europea y defensora de la superioridad del hombre blanco respecto a los pueblos “inferiores”, lo que conllevaba demandar un Estado fuerte, autoritario y corporativo. Pero no solo desplegó esas consignas, sino que buscó sustentarlas como partes de una concepción filosófica más amplia.
En tanto que movimiento intelectual “metapolítico”, la Nueva Derecha francesa trabajó al margen de los partidos y desarrolló un corpus doctrinal destinado a fundamentar una “verdadera cultura de derecha” que se extendió a otros temas polémicos, como los de la irrupción del tercer mundo, el aborto, la revisión crítica del cristianismo, del liberalismo y del marxismo, cuestionó a la Unión Europea y al imperialismo norteamericano.
Benoist y sus colegas se reconocieron deudores intelectuales de la “Revolución Conservadora” alemana de tiempos de la República de Weimar, nutrida por Nietzsche, Mohler, Jünger, Heidegger, Spengler y otros, que en su época rechazaron los legados de la Revolución Francesa y del liberalismo decimonónico. Asimismo sostuvieron que el factor cultural en particular las creencias y representaciones simbólicas es quien condiciona la voluntad y la acción humanas y que, por ende, las ideas dominantes son el eje del devenir de la historia, por encima de cualquier otro factor, como la economía.
Igualmente plantearon una concepción biológico cultural que exaltó la raíz indoeuropea de dicho “pueblo europeo”, cuya identidad defendieron ante la colonización cultural angloamericana y la penetración de inmigrantes de otras regiones, especialmente del tercer mundo.
Además, denunciaron la presunta hipertrofia del igualitarismo y el universalismo derivados del cristianismo y de las ideas del siglo XVIII y emprendieron una crítica general de la cultura occidental y la modernidad, en sus aspectos tanto religiosos como seculares, junto con una crítica de la sociedad mercantilista y de consumo.
En los años de la Guerra Fría, Benoist sostuvo que Europa debía resurgir “frente a la dictadura del Gulag y la del Bienestar”. Pero tras el derrumbe del Campo Socialista sostuvo que el principal enemigo era el liberalismo atlántico americano u “occidental”, así como sus “sucedáneos” la socialdemocracia y el modelo de democracia basado en un consenso pasivo que se subordina al egoísmo del interés económico. A la vez, negó que sobre la diversidad de los pueblos pudiera implantarse un modelo único de democracia, y postuló una democracia “orgánica” que, fundada en la soberanía nacional y popular, no sería antagónica a un poder fuerte, ya que este plasmaría las nociones de autoridad, de selección y de élite.
En ese contexto, Benoist destacó la impotencia de los partidos, los sindicatos, los gobiernos y las demás formas establecidas para la conquista y el ejercicio del poder y señaló la obsolescencia de los campos y delimitaciones del pensamiento que antes caracterizaron la modernidad, tales como la distinción política entre la derecha e la izquierda, que la Nueva Derecha remplazaría.
En el plano moral, Benoist criticó a la sociedad contemporánea, que por demasiado permisiva propicia la pérdida de los valores morales, y denunció un conjunto de males que afectan a millones de personas, como la inseguridad en las calles, la violencia generalizada, la precariedad de la vida, la “barbarización” de las relaciones sociales y la pérdida de la cultura del respeto, etc., con lo cual se tomó algunos tópicos que hasta entonces habían pertenecido al arsenal temático de las izquierdas.
Como respuesta, abogó por fortalecer la familia y los signos de la identidad nacional, que consideró fundamentales para recuperar la cohesión y disciplina sociales frente a las amenazas disociantes de la multiculturalidad. Cuestiones que, como él recalcó, exigen un claro establecimiento de las jerarquías, una mayor preeminencia de las obligaciones frente a los derechos y, desde luego, fortalecer la autoridad.
Con los matices propios de cada lugar y circunstancia, las concepciones de Benoist aún expresan a gran parte de la extrema derecha que, bajo el centelleo de los estilos y recursos ahora instrumentados, subyacen en el discurso de sus “nuevas” manifestaciones.
Derechistas en busca de proyecto
Sin embargo, a comienzos del siglo XXI era evidente que los principales referentes de la derecha europea los De Gaulle, Andreotti, Tatcher, Kohl o Chirac aún correspondían al estado de cosas que reinó cuando esa región se dividía en dos bloques, el Oriental y el Occidental, respectivamente sujetos a las hegemonías soviética y estadunidense . No obstante, la perspectiva principal de los europeos había pasado a ser otra: construir una Europa unitaria capaz de aglutinar un gran espacio económico y político progresivamente emancipado de la tutela norteamericana.
En su etapa inicial, el motor de las transiciones que permitieron avanzar en el proyecto de la Unión Europea fue la socialdemocracia de aquel entonces, que todavía no daba signos de abandonar el proyecto social ni la identidad política que históricamente la habían caracterizado, atributos que más tarde perdería junto con buena parte de su credibilidad y electores bajo el intento de conciliar sus propuestas con las del neoliberalismo, bajo el influjo oportunista de la “tercera vía”.
En consecuencia, a comienzos del siglo los personajes más encumbrados de la derecha europea eran José María Aznar y Silvio Berlusconi, ninguno capaz de liderar un nuevo proyecto regional para esa vertiente política. Aznar, por su incapacidad para trascender su incubación franquista. Berlusconi, por su catadura moral, subordinada a su avidez empresarial. Ambos, aferrados a sus respectivos localismos políticos que, lejos de entender la globalización como una oportunidad a escala europea, se reducían a tomar sus respectivos países como cotos donde fortalecer sus intereses partidistas, así como el control y hasta la apropiación de los medios de comunicación y de las empresas por privatizar.
Así las cosas, tras la desaparición de la URSS, los cambios en China y el aceleramiento de la globalización, al comenzar el siglo XXI en Europa la derecha aún carecía de un proyecto y un liderazgo actualizados, mientras que la socialdemocracia ya empezaba a degradar su consistencia programática y política, lo que ahora, diez años después, todavía busca cómo remediar. El liderazgo inicial desempeñado por el Gerhard Schroeder de los primeros tiempos y por Leonel Jospin en la construcción del proyecto europeo aún demoraría en ser remplazado por el de los derechistas Ángela Merkel y Nicolás Sarkozy.
En aquella coyuntura, la formación de una nueva derecha ajustada a las expectativas posteriores a la Guerra Fría encontró dos posibles vertientes: por un lado la legada por la revolución conservadora que los gobiernos de Reagan y Tatcher impulsaron en los años 80 y, especialmente, los respaldados por los neoconservadores o neocons que en los 90 dominaron ambos períodos del gobierno de George W. Bush. Por el otro, la versión europea, crítica de la hegemonía angloamericana, propuesta por la Nueva Derecha francesa.
La Revolución Conservadora
En Estados Unidos, la revolución conservadora se empeñó en acabar con los frutos de medio siglo del New Deal de Franklin D. Roosvelt y los de la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson. Esos frutos constituían el núcleo de los progresos logrados por el movimiento liberal estadunidense como, por ejemplo, la política fiscal dirigida a garantizar la adecuación de la demanda social, el esfuerzo por redistribuir el ingreso a favor de los ciudadanos de menores ingresos a través de instrumentos como la seguridad social, y la creciente regulación pública de determinados sectores estratégicos, como el complejo militar industrial. Luego de que por varios decenios los estadunidenses habían percibido al Gobierno como un amigo paternal, el mandato de Reagan se inició con el slogan de que “el Gobierno es el problema, no la solución”, y se orientó a un brusco recorte de las facultades y servicios del sector público.
Esa ofensiva conservadora buscó eliminar las políticas de acuerdo social instauradas desde la postguerra, cónsonas con la ampliación de las libertades públicas, los derechos sociales, la orientación keynesiana de la economía y el Estado de Bienestar, que ya eran parte del patrimonio sociocultural legado por la Gran Sociedad. De este modo, se limitó la participación del Estado en la economía a través de la desregulación y las privatizaciones, se redujeron los impuestos a la minoría más adinerada y se incrementaron los gastos militares (y las políticas que los justificaran).
A la vez, como expresión de una estrategia gubernamental muy ideologizada, se marginó a los sindicatos y a las demás organizaciones sociales de la toma de decisiones, e incluso se insistió en que sus demandas eran incompatibles con la racionalidad económica y el interés nacional. De hecho, quienes no comulgaban con las tesis neoliberales de desregulación de los mercados, eliminación del sector público empresarial y equilibrio presupuestario más allá de los ciclos económicos, fueron sistemáticamente marginados de los medios académicos, consultorías, organismos multilaterales y grandes medios de comunicación. Al avanzar los años 80, el imperio de esas tesis fue tan asfixiante que ellas se impusieron como pensamiento único.
No obstante, la revolución conservadora al cabo perdió aliento, tras sumir a Estados Unidos en el mayor déficit fiscal de la historia, generar un aumento exponencial de la desigualdad y la exclusión sociales, y provocar una cadena de crisis financieras que, a consecuencia de la globalización, tuvieron crecientes efectos internacionales. En Inglaterra lo mismo que en Estados Unidos, el desengaño social decidió las siguientes elecciones a favor de la oposición.
Sin embargo, el regreso al Gobierno de los demócratas estadunidenses y de los laboristas británicos dejó a la vista cuánto la revolución conservadora había calado en la cultura política de ambas naciones. Los gobiernos de Tony Blair y Bill Clinton respetaron las tesis básicas del conservadurismo, conformándose con edulcorarlas con algunos paliativos e implantar lo que Joaquín Estefanía denominó “un tatcherismo y un reaganismo de rostro humano” .
Los neocons: la contrarrevolución permanente
Mientras gobernó el Partido Demócrata, los artífices norteamericanos de la revolución conservadora permanecieron atrincherados en una amplia diversidad de fundaciones y think tanks financiados por poderosas transnacionales. Y durante ese lapso elaboraron el llamado Proyecto para un nuevo siglo americano, su propuesta doctrinaria para el lanzamiento de una gran ofensiva neoconservadora para el siglo XXI de donde les viene el apelativo de neocons .
Personajes como Cheney, Wolfowitz, Perle, Rumsfeld, Rice, Ashcroft, Kristoll y Kagan, entre otros, como maquinadores reciclados del conservadurismo de los años 80, adoptaron a Geoge W. Bush como su candidato, subordinaron el “partido de las ideas” al “partido de los negocios” y contribuyeron afanosamente a derrotar la candidatura demócrata de All Gore. Entendieron su misión como una cruzada destinada a implantar una era conservadora en el plano cultural y moral, a erradicar la concepción laica de la vida desde la obligatoriedad del rezo en las escuelas públicas hasta la proscripción de la teoría de Darwin , a combatir al igualitarismo, el ecologismo, al feminismo y la tolerancia sexual, así como a entronizar la preeminencia de la seguridad nacional y estatal sobre las libertades cívicas.
Para imponer esa nueva época, los neocons se figuraron tal cruzada como una contrarrevolución permanente con objetivos de mediano y largo plazos para maximizar sus realizaciones y consolidar su perduración .
Obsesiones suyas son revertir el debilitamiento de la hegemonía estadunidense y la decadencia de su concepción de la democracia occidental, a fin de “restaurar” un cuerpo social debidamente ordenado, disciplinado y jerarquizado. De allí su apremio por implementar algunas de los principales requerimientos de toda nueva derecha: convertir la percepción de incertidumbre motivada por la globalización y por la crisis en un estado de temor social por la seguridad; transformar las controversias políticas y socioeconómicas en conflictos etnoculturales y religiosos; crear y señalar “enemigos” y amenazas que justifiquen generalizar medidas de excepción, y descalificar sistemáticamente a todo crítico y alternativa política.
Su objetivo es barrer las restricciones que las pasadas reformas liberales y movimientos cívicos le dejaron al capitalismo salvaje. Empecinamientos suyos han sido políticas directamente dirigidas a beneficiar a las grandes corporaciones, instigar el fundamentalismo cristiano, y entronizar la noción norteamericana de civilización y democracia occidentales por cualquier medio, incluso la fuerza militar. El apogeo de su influencia se coronó con el máximo aprovechamiento de la oportunidad que les fue deparada por los brutales atentados del 11 de Septiembre, que les facilitaron ampliar su incidencia sobre los medios de comunicación, acotar y retrotraer las libertades públicas y los derechos ciudadanos, así como desatar las guerras más empresariales que punitivas o democratizadoras de Irak y de Afganistán.
Los dogmas básicos de la derecha popular norteamericana
La convocatoria reaccionaria estadunidense, tanto la de la vieja como de la nueva derechas, busca su masa de apoyo entre lo que sus predicadores llaman “el hombre sencillo” que no es para nada el obrero industrial , tipificado por el paisano que trabaja con su camioneta o el plomero que da servicio a domicilio, como lo repiten las alocuciones y las campañas publicitarias de las derechas. Es decir, clase media baja, trabajadores por cuenta propia y pequeña burguesía local, idealizados como la gente “verdaderamente americana”: laboriosa y dedicada, honrada, religiosa, amante de su familia e independencia, sin formación académica pero con ideas sencillas y espíritu práctico.
En su forma originaria, esa convocatoria tenía en mente una población constituida por blancos anglosajones, protestantes y segregacionistas, como los integrantes del Ku Klux Klan y otros grupos menos extravagantes. Sin embargo, la adaptación a las realidades demográficas y electorales posteriores a los años 70 impusieron que ahora ese conglomerado incluya a gente “de color” y a hispanos de fe católica, con lo cual la animadversión contra los negros y los judíos se mitigó al reenfocarse contra los inmigrantes y los musulmanes.
En general, los grupos que aglutinan a esa población asumen actitudes que compensan las inseguridades e incertidumbres de esa clase media, a la que se le inculcan posturas radicales, teorías conspirativas (a todo grupo atípico se le atribuye que algo trama) y acciones de fuerza. Su imaginario ideológico se resume en una amalgama que, matizada según el lugar y la ocasión, incluye racismo, xenofobia, oposición a las autoridades federales y a los impuestos, y es adversa a los intelectuales. Es hostil a las minorías ya sean de origen nacional, religiosas o sexuales , a la emancipación de las mujeres y al aborto, y se opone al control de armas. A la par, son proclives a las soluciones simplistas, a los desplantes machistas y el autoritarismo, a la exhibición de fuerza, al imperio de la ley y el orden, y a la retórica religiosa.
Según lo sintetiza Larry Kudlow, lo que esos votantes quieren es “sentido común tradicional, políticas de centro derecha y libre empresa”, a lo cual John Haekins añade que para lograrlo “no necesitamos nuevas leyes, sino cambiar el sistema”.
La constante referencia al sentido común insiste en entronizar como paradigma los clichés más trillados de la cultura cotidiana, que piensa a través de la simple repetición de recetas y rutinas con frecuencia sembradas por los medios de comunicación más “populares” , pero que no es capaz de desentrañar su realidad ni reflexionar otras alternativas. La reiterada referencia a “cambiar el sistema” expresa una proyección radical de los esquemas propios de ese sentido común, que entre otras cosas es hostil a las leyes y gobiernos federales porque son quienes antes han impuesto mudanzas tan indeseadas como la abolición de la esclavitud o la instauración de los derechos civiles.
Desde luego, de esa base de reclutamiento solo puede obtenerse lo que ella puede ofrecer.
La nueva derecha española
Por su parte, la nueva derecha española el otro polo de influencia y tutorías para la derecha latinoamericana mezcla innovación y conservadurismo, junto con una agresividad rupturista que apela a los valores de la época franquista. Actúa como influyente grupo de presión dentro del Partido Popular (PP), y a la vez como fuerza autónoma. No solo llama a eliminar las restricciones que la democratización le impuso a la clase dominante, sino también a plasmar la “imagen invertida de la revolución permanente”, arrogándose el papel de “fuerza ordenadora de un mundo inestable y amenazado, sometido a terrorismos de enorme ubicuidad y fuerzas morales perversas”.
Como ariete de la contrarrevolución permanente destinada a restaurar el viejo orden que la transición democrática y la renovación capitalista “corrompieron” en los últimos lustros, demanda acciones tan extremas como la guerra. Ya no apenas contra el terrorismo, la delincuencia y las drogas, sino contra cualquier elemento susceptible de convertirse en “enemigo interno”. Asimismo, reclama instaurar la “autodefensa preventiva”, que implica no solo hacer a un lado el orden jurídico que protege los derechos ciudadanos, sino entronizar los métodos policiales y las políticas de excepción como pauta y de gobierno, sin esperar a que el supuesto enemigo intente los actos que se le presuponen.
Tales argumentos, más que representar un corpus intelectual a la usanza de la Nueva Derecha francesa, exhiben un discurso que aglomera reminiscencias de la ideología franquista con postulados del reaganismo norteamericano de los años 80. Lo que no les impide coincidir en idéntico afán por desterrar los valores de la Revolución Francesa, el liberalismo y las conquistas de las revoluciones europeas de 1968, a lo cual se agregan las obsesiones neoconservadoras contra la equidad social y etnocultural, el sindicalismo, el feminismo, la tolerancia sexual, el ecologismo y demás conquistas de la democracia avanzada, y especialmente contra los pueblos y personas de fe islámica y los “sudacas” latinoamericanos.
Por otra parte, frente a los síntomas de esclerotización y pérdida de eficacia del sistema político vigente, de sus partidos y sus instituciones parlamentarias, así como ante la superficialidad de los medios de comunicación respecto a las nuevas necesidades y demandas sociales, desde fuera del PP esta misma derecha busca presentarse como una opción antipolítica crítica del sistema establecido y, por consiguiente, como la fuerza extrasistémica capaz de cambiarlo. Con lo cual se exhibe como la presunta vocera y opción del olvidado hombre común, de sus miedos y aspiraciones ante un sistema político indiferente e inmóvil, frente al cual ella se promueve como la alternativa del “cambio”.
Con esta intención adopta un enfático perfil populista, que exhibe como una de sus características más notorias.
Los medios: retóricas por realidades
El perfil populista de las nuevas derechas es reforzado a través del persistente interés que ellas dedican a explotar los medios y las técnicas de comunicación y publicidad masivas como su instrumento político principal, en remplazo de las debilitadas formas tradicionales de organización y acción político electorales. Su forma de hacerlo refleja su afición por el estilo norteamericano de aprovechar los instrumentos mediáticos.
En América Latina, la nueva derecha se apoya especialmente en este recurso y lo asume con las mejores asesorías de expertos norteamericanos y de latinoamericanos formados en la escuela estadunidense de pesquisa y manejo de la opinión pública.
Hoy vivimos y se compite políticamente en medio de demandas y tensiones sociales más complejas y dinámicas que las existentes cuando se formaron los actuales sistemas de representación y gestión política. Los procedimientos y organizaciones políticas usuales han perdido confianza pública, mientras que los medios de comunicación más poderosos superan la capacidad de los partidos tradicionales para contactar a una masa plural de segmentos sociales que carecen de otras vías para divisar e interpretar la realidad. Gran parte de la población tiene limitaciones para reconocer los acontecimientos como partes de un proceso que la envuelve y afecta, y en lugar de verlo en su conjunto apenas percibe las imágenes fraccionadas que los medios le surten.
En estas circunstancias, el populismo de derecha asume la industria de la comunicación como vehículo de performance que remplazando a la vieja propaganda entroniza una retórica destinada a suplantar la realidad, a la vez que alinea a los medios más penetrantes como instrumentos de poder político.
Las retóricas mediáticas se explotan como un sucedáneo que acomoda y sustituye la realidad efectiva. Quien domina los medios está en ventaja para imponer la agenda temática hacia adonde se enfoque el interés y el consiguiente debate de gran parte de la sociedad, así como para calificar a los actores políticos y los temas en discusión. El predominio mediático permite destruir o construir reputaciones, tanto de ideas y de personas como de proyectos y propuestas, así como ignorar o tergiversar unas opciones y hacer que otras prevalezcan.
Con ese respaldo, el populismo de derecha puede convertir las nuevas formas de presentar la opción reaccionaria en una alternativa más difundida y “popular” que las planteadas por la izquierda; sobre todo cuando ésta última no ha sabido renovar y promover sus propuestas a través de métodos y lenguajes más frescos, difundidos y persuasivos.
Como observa Emmanuel Rodríguez , en esa explotación del modelo mediático que articula esa combinación de moralismo, radicalidad y populismo coinciden tanto los neocons norteamericanos como Silvio Berlusconi. Y ocurre que, aparte de que esos medios de comunicación “normalmente” son propiedad o están bajo control de intereses sociales, económica e ideológicamente afines a los patrocinadores de las campañas neoconservadoras, al propio tiempo ellos constituyen un conglomerado capaz de encumbrar la iniciativa neoconservadora por encima de los viejos partidos conservadores.
Y en no pocas oportunidades la relación se invierte: el “estado mayor” del conglomerado mediático el “partido” mediático le fija la agenda a los partidos tradicionales, invirtiendo los términos entre el manipulador informativo y la organización política que da la cara por él.
Parecidos de familia
Así, podemos reconocer un conjunto de características que las diversas modalidades de la nueva derecha comparten en uno u otro grado en Estados Unidos y América Latina. Sin agotar la lista, ni suponer que todas estas características invariablemente deberán estar presentes en cada caso particular, sobresalen 10 rasgos comunes:
1. Se estimula y generaliza una atmósfera de descrédito de los actores y organizaciones políticas conocidas, y se desmesuran las acusaciones de real o presunta corrupción, insensibilidad, banalidad o incompetencia de los políticos, de sus partidos y diputados, y de la política misma.
Explotando la existencia de no pocos casos reales de actores y organizaciones que así defraudan las expectativas populares, se absolutiza la desconfianza y el repudio a los agentes políticos y parlamentarios y se entroniza la imagen de que ellos siempre obstaculizarán la solución de los problemas son parte conspicua del problema y no de su solución y deben ser barridos de escena. Como asimismo se descarta, denigra o desconoce la existencia de dirigentes honestos y propuestas promisorias, descalificándolos como postizos, ineficaces, quiméricos o extravagantes.
Con lo cual se abona el clima para que el propio pueblo clame “que se vayan todos” y se despeja el terreno para que los remplace otros género de actores, supuestamente “antipolíticos”, cuya identificación y procesamiento corren por cuenta de quienes controlan los medios de comunicación más influyentes.
2. El campo clásico de la política es invadido por un personaje o grupo de la élite empresarial, a la cabeza de sus asociados y operadores directos. Se alega el supuesto de que el estilo de decisión y mando característico de la gestión empresarial es presuntamente superior y puede trasplantarse a la gestión pública. Esta invasión se excusa con el argumento de que ese modo de dirigir hará menos deliberativa y más expedita la administración del Estado, como si los procesos y confrontaciones sociales y las opciones para darles solución política se pudieran decretar por un alto jefe empresarial, como las decisiones gerenciales.
Sin embargo, el liderazgo personal de un multimillonario como Sebastián Piñera no es indispensable en cada uno de los casos. Ese papel político también puede ejercerse por interpuesta persona como un Nicolás Sarkozy o un Alberto Fujimori , si ésta persona comparte esa misma concepción y adopta igual amaneramiento “ejecutivo”, que al propio tiempo busca descalificar al político profesional como ineficaz y descartable. Este remedo procura sugerir más eficacia pragmática que valores sociopolíticos, para promocionar a esos “nuevos” líderes como si estuvieran dotados de exitosas habilidades empresariales, esto es, como una providencial oportunidad que la burguesía más competente le brinda al país para implantar un nuevo tipo de gestión pública u “otra forma de gobernar”, para decirlo en palabras de Piñera.
Se promete el “cambio” pero este no pasa de ser esa “otra forma” de hacerle al país lo que a estos personajes crean conveniente... o crean que les conviene.
3. La pretensión y el discurso mesiánicos, según los cuales la perduración del orden sociocultural y económico “occidental y cristiano” o alguna noción equivalente está amenazado por los excesos del legado liberal, la permisividad, la decadencia del sistema político tradicional o las ideas socialistas, amenazas que hacen necesario anticipar una enérgica cruzada preventiva o correctiva para restaurar los valores morales tradicionales, reinstaurar el orden, la disciplina y las jerarquías sociales, restablecer la seguridad pública y garantizar el buen gobierno y, particularmente, para mejorar la rentabilidad del capital.
La extrema derecha norteamericana, nutrida por un conspicuo acervo de predicadores y demagogos, se caracteriza por apelar al fundamentalismo cristiano como fuente argumental y sostén místico de su discurso mediático. En cambio, en la derecha latinoamericana, de orígenes ibero católicos, no faltan oradores ni pillos que invoquen la bendición divina, pero se recurre más a los espectros del delito político, la incertidumbre y la inseguridad que a la exaltación religiosa.
Pero, en cualquier caso, la finalidad correctiva y la retórica con que unos y otros formulan sus proclamas, idealizan un orden político y moral que supuestamente reinó en el pasado, y buscan reinstaurar en la sociedad nacional ese antiguo estado. Esto identifica la orientación literalmente retrógrada de ese movimiento, pese a la novedad “revolucionaria” de sus formas y métodos.
4. No obstante, la prioridad del grupo económico que abandera la nueva derecha con frecuencia no es obtener el poder político para gobernar directamente conforme al interés global de su clase, sino conquistar el poder público para imponerle sus intereses de grupo hegemónico incluso a los demás sectores de la burguesía, subordinarlos y hasta despojarlos, como lo hace Ricardo Martinelli. Como, de idéntica forma, usa ese poder para castigar, someter o acallar a las organizaciones y personalidades representativas de las demás clases o grupos sociopolíticos y para neutralizar todo foco de crítica o resistencia.
El cumplimiento de estos propósitos no elude apelar sistemáticamente a prácticas como la el soborno, el chantaje, la intimidación, las penalizaciones extrajudiciales y el escarmiento ejemplar destinado a amedrentar a terceros, que se aplican de formas más o menos selectivas, discretas u ostensibles según las conveniencias coyunturales del momento en que se emplean.
5. Se adopta una retórica y actuación agresivas que introducen en el debate público determinado paquete de advertencias morales y un estilo cesarista y mesiánico, para instrumentar la exigencia de aplicar acciones extremas y medidas de excepción y establecerlas como norma de gobierno. Por ejemplo, la reiterada apelación que George W. Bush hacía de citas bíblicas como argumento para imponer políticas de excepción, con las cuales su gobierno cercenó importantes derechos ciudadanos con el alegado fin de combatir espantajos externos como el terrorismo internacional, y fantasmas domésticos como el narcotráfico, la inmigración o la pornografía.
En definitiva, lo que se combate no es el mal que se menciona, sino el espectro construido a colación suya, con lo cual el tema se apresta para golpear a terceros, incluso más que a los propios causantes o actores reales del peligro que se dice querer reprimir.
Queda descartado, así, el discurso presidencial clásico, moderado y paternalista, que de esta forma es remplazado por un estilo rupturista, cuyo lenguaje mesiánico justifica destruir los consensos y acuerdos sociales, y esquivar la legalidad, que antes dieron base a derechos ciudadanos fundamentales en materia de seguridad social, pensiones, educación, privacidad, función representativa y negociadora de los sindicatos y las organizaciones sociales, desde los tiempos del New Deal y de la segunda postguerra mundial.
6. Para implementar ese cesarismo, destaca el afán obsesivo y apremiante por controlar y subordinar a los otros Órganos del Estado y demás instancias de la gestión pública, y de imponer una pronta concentración del poder en manos del Ejecutivo. Se adopta un modo vertical de mando que reduce y estrecha los ámbitos de consulta y deliberación, que margina las organizaciones de la sociedad civil y pone en crisis la institucionalidad democrática, desconoce sus ámbitos de autonomía y normas de funcionamiento, anula la seguridad jurídica y desvanece los límites entre lo público y lo privado.
Para esto la nueva derecha en tanto que extrema derecha no reconoce la legalidad como tal sino en cuanto obstáculo que es preciso eludir o remover.
Parte sustantiva del apremio por someter a los demás órganos del Estado tiene objetivos muy específicos: al Poder Judicial y al Ministerio Público para hacerlos de la vista gorda, para interpretar las normas según el interés político, económico o personal de la nueva autoridad, y para judicializar la represión a los críticos de las acciones gubernamentales y a los líderes de la oposición; al Poder Legislativo para modificar o remplazar las normas legales, y agregar las que vengan al caso para imponer como regla las decisiones de la nueva autoridad, sin pasar por los inconvenientes de consensuarlas.
7. A la vez, se entroniza una forma populista de mandar que, con masivo apoyo mediático, se arroga la representación de la masa de los ciudadanos modestos y anónimos. Prodiga entre éstos las promesas de ocasión que permitan aparecer ante las cámaras complaciendo sus demandas y anhelos, sin sopesar la factibilidad, la prioridad y la sostenibilidad de tales ofrecimientos, ni su pertinencia respecto a una estrategia de desarrollo sostenible a mediano ni largo plazos.
Cultivar mediáticamente esa imagen populista conlleva apropiarse de los temas, modas y rostros de mayor rating e instrumentarlos para este fin. Como parte del charm populista buscado, la nueva derecha hace una prolija exhibición de actitudes, formas de vestir, procedimientos y extravagancias que la hagan verse como “antipolítica”, contrariando las formas habituales de la política para pintarse con los rasgos de un género atípico de liderazgo presuntamente antisistémico o outsider que es contrapuesto a los hábitos característicos de las instituciones y dirigentes políticos tradicionales, y dispuesto a remecerlos y remplazarlas sin demora.
8. Redirigir los disgustos sociales sobre otros blancos, escogidos al efecto, lo que incluye desplegar una permanente ofensiva mediática en torno a determinadas ideas fuerza (seleccionadas conforme a los objetivos de la nueva derecha, la coyuntura política por sortear y las características y vulnerabilidades de los adversarios que se desea descalificar). Con énfasis reiterativo sobre ese núcleo temático se escoge y caracteriza al enemigo a batir, ya sea la izquierda, los sindicatos, los corruptos, los negros, los judíos, los inmigrantes, la delincuencia o el terrorismo (o alguna combinación de algunos de ellos), para justificar medidas de excepción o represión que en la práctica afectarán igualmente a la gran mayoría de las demás personas.
Para esto, la nueva derecha selecciona, atiza y teledirige malestares reales existentes en la población y los alinea contra los blancos que su campaña escoge al efecto, para dirigir sobre ellos el disgusto colectivo . Como, a la vez, construye metódicamente la imagen de un liderazgo y un propósito deseables, tales como “el cambio”, la seguridad en las calles o la cárcel para anteriores dignatarios. Quien domina los medios no necesita explicar la naturaleza del “cambio”, como tampoco probar la culpabilidad de los acusados, ya que los linchamientos mediáticos no lo requieren.
9. A menudo, en ese contexto la democracia real es remplazada por una simulación plebiscitaria, que incluso lleva a votación ciudadana determinados temas que real o supuestamente son de interés público, “para que sea el pueblo quien decida”. Sin embargo, se retiene la selección y la formulación de tales temas, cuyo control permanece en manos del Ejecutivo, quien dedica al proceso una masiva campaña publicitaria que, con recursos públicos, apoya las opciones que le interesan.
Este procedimiento que fue uno de los predilectos de Benito Mussolini facilita que el gobierno eluda consultar y consensuar con otros sectores sociopolíticos las medidas que quiere adoptar, a fin de imponerlas con la excusa de que éstas se asumen por decisión “del soberano”. Lo que permite ocultar los planes efectivos que el mandatario se guarda para el mediano y largo plazos, que solo se revelan a medida en que su régimen convoca a nuevos plebiscitos.
10. Con frecuencia, a todo lo anterior se agrega un persistente afán por anunciar e inaugurar obras o acciones monumentales, no necesariamente imprescindibles pero siempre de gran impacto escénico y alto costo. Éstas lo mismo podrán ser grandes edificios o remodelaciones urbanas, que enormes movilizaciones militares de proyección intercontinental.
Ese afán de la nueva derecha por el monumentalismo replica un rasgo típico del fascismo, como manifestación visible de lo mucho que ambos comparten, en tanto que formas históricas de la extrema derecha.
América Latina: el clima y la ocasión oportunos
¿Cuál es el trasfondo motivador de la nueva derecha en las Américas de nuestros días? La universalización de la crisis que emergió en el 2008 que no solo es mundial por su extensión sino que tiene ominosa presencia en múltiples instancias de la realidad exacerba las incertidumbres y frustraciones propias de la declinación del capitalismo, por lo menos la del capitalismo que conocemos.
Sumándose a la falta o insuficiencia de proyectos alternativos, la crisis acelera los sentimientos generalizados de inseguridad, no apenas por carencia de protección policial suficiente, sino por precariedad del trabajo, de la salud y la vejez, de la vivienda, del estatus social, así como pérdida de previsibilidad y de confianza en las expectativas. En Europa y Estados Unidos, la crisis tensa la relación con personas y colectividades de otras etnias y culturas, y recicla racismos.
En un ambiente de fluctuaciones económicas, políticas y culturales impredecibles, una plebe extraviada, ahora herida y disgustada por los efectos de la recesión, se mueve a la deriva por todo el espectro político, de forma que un día elige a Barack Obama y otro lo repudia . Por eso, al analizar la derrota sufrida en Massachusetts en febrero del 2010, el propio Obama apuntó: “La misma cosa que propulsó a Scott Brown al cargo, me propulsó a mí a la presidencia. La gente está enojada, y está frustrada”, lo que puede ocasionar comportamientos políticos volátiles que saltan de una opción a la opuesta.
Circunstancia que, no por casualidad, depara el ambiente psicológico proclive al discurso mesiánico de la nueva derecha, demagógicamente prometedor de correcciones, “cambios” y certezas eficaces a corto plazo, con líderes machos que dicen saber lo que hacen y tener el coraje o la falta de inhibiciones para hacerlo enseguida. Y también con adversarios convenientemente escogidos y abatibles , para asegurar un pronto regreso a la situación y las reglas de antaño, ya sabidas, donde superar tales incertidumbres con las ventajas de quien retorna al pasado con todos los saberes del futuro.
Pero, más concretamente, el auténtico motor del asunto está en el objetivo de garantizar la seguridad y la mayor rentabilidad del capital, amenazado no solo por la crisis económica sino por la eventualidad política de que la inconformidad social se traduzca en desbordamientos y rebeliones, ya sea como caos o como revolución. Esto es, para proteger al capital adelantándose a restablecer las condiciones de orden, disciplina y jerarquización sociales requeridas no solo para salvaguardar al régimen preexistente, sino para quitarle del camino las restricciones y la cultura de equidad que en el último siglo le restringieron la tasa de ganancias: las prácticas y normas de protección y solidaridad sindicales, redistribución del ingreso, seguridad laboral, prestaciones sociales, del derecho a investigar e informar, organizarse y rebelarse, etc.
En la intimidad se trata, por consiguiente, de un programa neofascista, aunque evite admitirlo. La nueva derecha no es conservadora sino extrema derecha, tanto por su proyecto económico como por su fundamentación ideológica y política. La diferencia está en la época y la forma de presentarse, hoy dotada de otros instrumentos y habilidades. Ahora se trata de un fascismo civil envuelto en indumentarias y lenguajes más atrayentes, para un público que los medios mantienen más fragmentado y desmemoriado.
Cumplir ese programa requiere una notable concentración del poder; para lograrla, todo evento es aprovechable. En el caso norteamericano, antes hemos recordado cómo el 11 de septiembre de 2001 la falange de neocons que rodeaba a George W. Bush se apresuró en sacarle partido a esos brutales atentados, cuyos efectos se aprovecharon enseguida para impulsar las campañas que justificarían recortar derechos civiles e invadir a Irak, que manipularon la desazón ciudadana aun a sabiendas de que el régimen de Hussein no auspició esos atentados ni poseía armas de destrucción masiva.
En América Latina, Sebastián Piñera mostró ese oportunismo con un singular aprovechamiento del terremoto de febrero de 2010. Al anunciar que esa tragedia implicaría reformar su programa de gobierno, antes de reconocer la prioridad de atender a las víctimas y reconstruir las infraestructuras dañadas, destacó los saqueos suscitados en Concepción para afirmar que “se está perdiendo el sentido del orden público” y que “la gente necesita tranquilidad y orden público”, así que en el programa reformulado se recurrirá a todos los medios que los garanticen, algo para lo cual “nuestras Fuerzas Armadas están preparadas”.
Así, la capacidad de reprimir precede a la obligación de atender y abastecer. Con eso aunque él después procuró matizar lo dicho la nuez del asunto quedó al descubierto.
La derecha norteamericana a la hora del té
La incapacidad del presidente Obama para actuar a la altura de sus promesas, y su temprana vuelta a varias políticas del gobierno anterior, no serían óbice para que, sin mayor espera, la derecha norteamericana saliese a cobrarle el más alto precio por el revés electoral que antes él le infligió. Organizándose para tomar la ofensiva en las elecciones parlamentarias de medio período, en febrero de 2010 se celebraron, por separado, sendos cónclaves del Tea Party Movement la rama más tosca, populachera y religiosa del fundamentalismo conservador y del llamado Conservadurismo Constitucional la derecha elegante .
Ambas ramas coincidieron, en sus respectivos lenguajes, en la finalidad de desarrollar “la más implacable campaña de descrédito y desgaste contra un gobierno electo de que se tenga memoria en la política norteamericana” , gobierno que desde temprana fecha acusaron de “socialista”. Dichos cónclaves hicieron ver que los neoconservadores no se conformarán con recuperar el control de Congreso y enseguida el de la Casa Blanca el de la Corte Suprema ya lo retienen , sino que se dirigen a eliminar definitivamente los contrapesos institucionales y legales que antes le han cerrado el camino al neofascismo en ese país; es decir, a cambiar todo el sistema.
Bajo la rectoría del presidente de la Fundación Heritage, el Conservadurismo Constitucional proclamó la Declaración de Mount Vernon, que recuperó lo esencial del Proyecto para un nuevo siglo americano, de finales de los años 90, que los neoconservadores redactaron luego del revés sufrido ante Bill Clinton.
Dicha Declaración vuelve al clásico recurso de invocar, a su manera, los principios de la Declaración de Independencia y de la Constitución, y de usarlos para alegar que en las últimas décadas esos principios fueron minados y adulterados por sucesivos extravíos radicales y multiculturalistas en la política, las universidades y la cultura norteamericanas. Esto de por sí manifiesta un claro repudio a las conquistas cívicas obtenidas en los años 60 y 70 del siglo pasado, y no solo a las iniciativas que eventualmente la administración Obama pueda llegar a agregarles.
En consecuencia, la Declaración alega que urge un “cambio” que vuelva a poner al país en la senda de tales principios. Y para eso pregona un conservadurismo constitucional, consagrado a lograr y sostener un gobierno de salvación nacional “que garantice estabilidad interna y nuestro liderazgo global” (el liderazgo mundial estadunidense). Entre esos principios destacan, desde luego, no solo la libertad y la iniciativa individuales, sino los de libertad de empresa y las reformas económicas basadas en las relaciones de mercado, además de la tradicional letanía sobre la defensa de la familia, la comunidad y la fe religiosa.
Estamos, pues, ante un nuevo llamado a la contrarreforma antes bien, a la contrarrevolución preventiva no solo a escala norteamericana sino de proyección global, tanto por la argumentación en que se apoya y el destino que este movimiento se arroga a sí mismo y a Estados Unidos, como por la naturaleza de la potencia en cuyo nombre se proclama esa intención.
América Latina: una disputa sobre terreno inestable
En gran parte de América Latina las agrupaciones progresistas mantienen la iniciativa política, pero se halla en curso una importante contraofensiva de la nueva derecha. Nos encontramos ante una anchurosa pluralidad social que está en disputa y como corresponde a tiempos de transición donde hay una diversidad de opciones abiertas. Por un lado, esa nueva derecha tiende a prevalecer sobre las formaciones conservadoras tradicionales, aunque sin desecharlas. Por el otro, el panorama de las izquierdas es más heterogéneo, como es natural a su naturaleza cuestionadora y creativa, que explora y evalúa diversidad de caminos.
En nuestra América las incertidumbres y precariedades, agravadas por las políticas neoliberales y su fracaso, coinciden con el anterior abandono de los referentes y proyectos desarrollistas, revolucionarios y nacionalistas de los años 60 y 70, y con la insuficiencia de otras propuestas más eficaces para los tiempos que corren. La crisis social está mucho más avanzada que el desarrollo de nuevas propuestas político ideológicas.
Tras tantos años de insatisfacciones la gente está harta, sin que eso signifique que ya es consciente de sus posibles alternativas históricas. Así las cosas, ese difuso y multiforme malestar ha contribuido a fortalecer el apoyo electoral a opciones de izquierda, pero no necesariamente contribuye a aceptar alternativas más radicales. El dolor y la irritación por las consecuencias de la desigualdad extrema, el empleo precario y la miseria conviven con el descrédito de los partidos y sistemas políticos conocidos y, a la vez, con una extendida sensación de temor que viene de la falta de certezas y la frustración de expectativas.
Es en ese contexto que toca medir fuerzas con una derecha renovada y mejor articulada que viene a disputar el campo político. Y que viene a hacerlo con los recursos que ya sabemos: el predominio mediático, una orquestación continental y unas consignas populistas que tienen las ventajas de una brutal simplificación de los problemas y expectativas populares, que no necesita mayores esfuerzos explicativos. La naturaleza elemental, esquemática y retrógrada de esas consignas facilita su asimilación , al deslizarla sobre el limo de los estereotipos propios del sentido común.
En períodos así el piso político es movedizo: abundan los realineamientos tácticos, programáticos e ideológicos de las dirigencias de los partidos políticos y organizaciones, como también de los sectores sociales que ellos pretenden representar. Esto es un espacio propicio para cualquier género de aventureros, como antes Fujimori y ahora Álvaro Uribe, Mauricio Macri u Otto Guevara. Es decir, de la crisis general no solo se puede salir hacia la izquierda, sino también por la derecha, como en su tiempo ocurrió con el fascismo bajo el impacto de la Gran Depresión.
Sin embargo, esto no niega sino que recuerda que del lado de las fuerzas progresistas subyace, como la parte inmersa del iceberg, una enorme incubadora social espontáneamente orientada a la izquierda. Está en el seno de la propia población. Si bien es cierto que la crisis económica, sociopolítica e ideológico cultural propicia confusiones y recomposiciones, eso no conlleva el supuesto “retorno a la derecha” que hoy predicen determinados “analistas” . Al contrario, en ningún país latinoamericano existe un movimiento de masas en apoyo de proyectos contrarrevolucionarios.
Aunque aquí o acullá la izquierda política no ha terminado de renovar sus propuestas, la vida sí le ha dado arraigo a una izquierda social que se expande por debajo de la superficie, aunque todavía no esté conceptual ni organizativamente desarrollada. Si en vez de preguntar en las encuestas por las siglas de los partidos se interroga por los problemas diarios, tema por tema, se constata que es falso que nuestros pueblos derivan hacia la derecha, pese a “la rémora histórica de confusión, desideologización y desorganización” que los suele dejar inermes por obra del oportunismo de algunos líderes inescrupulosos. Por eso, las campañas de la nueva derecha se ven tan necesitadas de remedar los discursos progresistas.
Lo que pasó en Chile en las elecciones del 2009 no demuestra otra cosa. La Concertación por la Democracia, que gobernó a ese país por 20 años, no fue un ejemplo de la reactivación que las izquierdas latinoamericanas han experimentado desde finales de los años 90 en rechazo a las tesis y secuelas del neoliberalismo. Al contrario. La Concertación fue producto de una etapa anterior, de transición pactada de la dictadura a la democracia neoliberal (que tuvo lugar paralelamente al acomodamiento de la socialdemocracia europea con el neoliberalismo). La subsistencia del modelo pinochetista de Constitución, institucionalidad pública, sistema electoral y economía de mercado así lo recuerda, a la vez que representa una transición democrática que se dejó inconclusa.
El hecho de que esa larga subsistencia se instrumentó con participación de una parte de la izquierda también debe evaluarse teniendo en cuenta las importantes conquistas en materia de libertades públicas y derechos humanos que eso hizo posible, al menos durante su primera etapa. Pero no será sino ahora paradójicamente, bajo un gobierno de la nueva derecha cuando el pueblo chileno tendrá la oportunidad (y la necesidad) de luchar para que esa transición democrática se complete y, a la vez, por incorporarse al proceso de renovación del papel de las izquierdas latinoamericanas, proceso por el cual el socialismo chileno todavía no ha transitado.
Esta es una ofensiva articulada
Aunque en la tradición de las izquierdas el internacionalismo y la solidaridad ocupan un sitial relevante, en la actualidad la mayor parte de sus organizaciones latinoamericanas consume sus escasos recursos en las tareas nacionales. En los últimos lustros, tras la ofensiva neoconservadora de los años 90, lo demás no suele trascender el plano declarativo. Las organizaciones y foros internacionales de las izquierdas dan más ocasiones periódicas para compartir reflexiones, que oportunidades para organizar cooperaciones de mayor plazo y alcances.
En la derecha se instrumenta un internacionalismo más práctico. Hoy por hoy el sostenimiento de escenarios y actividades de instrucción y colaboración política internacional es mucho más constante y efectivo para sus organizaciones. Para esto hay un polo articulador: en América Latina todos los partidos derechistas de alguna importancia tienen vinculaciones con el Partido Republicano y con fundaciones y universidades conservadoras de Estados Unidos, lo mismo que con el Partido Popular español y las fundaciones cercanas al mismo.
Los cuadros jóvenes de los partidos de derecha frecuentan cursos auspiciados por fundaciones y universidades conservadoras, particularmente en el área relacionada con el marketing político, con énfasis en la investigación y manejo de la opinión pública, y las técnicas para dirigir las comunicaciones sociales. Miami ya es un gran conglomerado de instituciones y cursos de formación en esas especialidades para los nuevos cuadros latinoamericanos de derecha.
Aparte de que, por supuesto, esas jóvenes promesas político empresariales estudian en las mismas universidades estadunidenses. Una notable proporción de los dirigentes político empresariales latinoamericanos son ex condiscípulos de carreras, cursos y postgrados en esas universidades.
Proliferan igualmente los eventos cortos y conferencias de capacitación político ideológica que propician encuentros de las jóvenes promesas de la derecha con sus veteranos referentes europeos, latinoamericanos y estadunidenses. José María Aznar, por ejemplo, sin ser un intelectual de mediano brillo, se la pasa volando, en el literal sentido de la palabra.
A su vez, los mayores no solo asisten a las mismas conferencias en Estados Unidos, o las impartidas por gurúes norteamericanos en ciudades latinoamericanas sino que, de manera más específica, confluyen en las juntas directivas y las reuniones de accionistas de las mismas empresas. Las que, además, cada día operan en mayor cantidad de países de la región y fusionan sus respetivos intereses.
No es de extrañar, en consecuencia, que al cabo piensen a nuestra América con los mismos parámetros, cultiven proyectos políticos similares y se pongan de acuerdo en los mismos términos, para armonizar sus actividades políticas.
Las izquierdas latinoamericanas no disponen de nada similar. Si bien sus encuentros dan ocasión a meritorios esfuerzos reflexivos, no cubren ese ambicioso espectro de homologación estratégica, formación de cuadros y coordinación operativa.
La piedra de toque de esta diferencia radica en que el núcleo político ideológico de la derecha norteamericana sigue activo y no le faltan organización, poder, recursos ni iniciativa, no solo para amarrarle las manos al Presidente Obama, sino también para animar y apuntalar la contraofensiva de las derechas latinoamericanas.
Aún así, nada de esto constituye un escollo ante el cual las izquierdas deban resignarse, sino un reto que ahora deben superar con el capital de su propia imaginación y creatividad. En el presente mundo de las comunicaciones virtuales y las redes sociales, cuando los pueblos de la región tienen muy buenos motivos para desplazarse a la izquierda, ese tampoco será un reto demasiado difícil de remontar, una vez que se es consciente de su trascendencia.
Nueva izquierda: construir contrahegemonía
En tiempos de la Guerra Fría, para que la derecha oligárquica pudiera imponer “cambios” dirigidos a rehacer al sistema y derogar las conquistas sociales, democráticas y progresistas ya institucionalizadas, fue necesario infligirle derrotas aplastantes y duraderas a la resistencia popular, apelando a las dictaduras de seguridad nacional y el terrorismo de Estado. Pero de entonces para acá, el cambio de las circunstancias mundiales y regionales, así como el desarrollo político alcanzado por una parte significativa de nuestros pueblos, dan lugar a otras condiciones: hoy aquellas opciones de fuerza se han vuelto menos aceptables y sostenibles, como en el 2009 lo reiteró el caso de Honduras y en el 2010 la intentona golpista en Ecuador.
Para derogar esas conquistas sociales ahora la derecha debe apelar a otros medios. Y lo puede hacer en tanto que la reacción aprovechando para esto los recursos que le dan ventajas logre explotar en beneficio suyo los malestares y confusiones sociales existentes. Es decir, en tanto que pueda organizar agrupaciones salidas de los miles “de seres humanos arrojados a la marginalidad, la ignorancia y la desesperación, para intentar hacer de ellos una fuerza de choque salvaje” contra los sectores ciudadanos más conscientes , y no solo en el plano electoral. Esa opción de convocar al pobrerío desclasado para instrumentarlo al servicio de la coacción y la violencia oligárquicas es, precisamente, botón de muestra de la conducta fascista, arquetipo de la estrategia de contrarrevolución preventiva.
Captar esos malestares y desviarlos contra un blanco seleccionado al efecto permite distraer masas populares, e instrumentarlas al servicio de fines contrarios al interés popular de largo plazo. Para eso hay una demagogia consustancial al género de liderazgo vertical y mediático que la nueva derecha puede ofrecer.
Como bien anotó Antonio Gramsci en sus largos años de prisionero político del fascismo, demagogia significa “servirse de las masas populares, de sus pasiones sabiamente excitadas y nutridas, para los propios fines particulares” y las ambiciones de un Jefe. A lo que el mismo Gramsci enseguida añadió que el demagogo se presenta a sí mismo como insustituible, elimina a sus posibles competidores y apela a “entrar en relación con las masas directamente (plebiscito, etcétera, gran oratoria, golpes de escena, aparato coreográfico fantasmagórico)” .
La magnitud de las amenazas que esa nueva derecha representa hoy resalta el valor que para las izquierdas siempre ha tenido y la urgencia que ahora tiene la tarea de formar conciencia y organización popular y clasista. Si las armas de esa derecha prosperan precisamente al incidir sobre una masa ignorante, afligida y desarticulada, superar esa debilidad popular es la prioridad de las izquierdas. El campo del pensamiento y la imaginación popular y latinoamericana es su campo histórico y en él le toca derrotar a este invasor.
Frente a la ofensiva que la reacción arroja sobre esa masa para impregnarla con una subcultura de la derecha, es prioritario construir y movilizar en su seno una contracultura fundada en las necesidades, reivindicaciones y expectativas populares. Es con base en esa contracultura que se puede reivindicar la independencia del pensamiento popular y relanzar su solidaridad de clase. Una contracultura capaz de crecer como el cemento aglutinador y orientador de organizaciones donde la solidaridad popular vuelva a primar sobre la atomización de las salvaciones individuales místico religiosas, delincuenciales o neofascistas que el neoliberalismo dejó sobre la mesa.
Solo la organización popular y plural tanto barrial y comunitaria como laboral, gremial, cívica, patriótica y política puede convertir las ideas y aspiraciones de esa contracultura en una fuerza material, esto es, en una fuerza capaz de buscar y acumular su propio poder social. Por consiguiente, en una contrahegemonía, una opción de poder que oponerle a los recursos y los fines de todas las derechas y del capital que las amamanta, como fuerza social y política que sí puede superarlos y derrotarlos.
Lo que en igual medida prioriza el imperativo de articular frentes amplios donde juntar la diversidad de las izquierdas sociales y políticas y cerrar los vacíos donde pululan los aventuraros de todo tipo , con base en lo que en cada caso ellas tienen de común, a la vez que respetando sus respectivas personalidades y diferencias.
Anexo
Nueva derecha: algunas experiencias latinoamericanas
La renovación de formas y métodos para reciclar a las derechas latinoamericanas a tono con las nuevas circunstancias no es un esfuerzo reciente. Ha venido en evolución desde la última década del siglo XX, según las particularidades de cada país, cultura política y coyuntura histórica.
Los rasgos reseñados en las páginas precedentes corresponden a una etapa de relativa madurez que antes experimentó otras modalidades que, a simple vista, pueden parecer diferentes. No obstante, lo que en el decenio de los años 90 aún pudieron parecer hechos aislados, después se han reiterado hasta hacer visible que existe un patrón general.
Un breve recorrido por algunos ejemplos así lo puede ilustrar, hasta la presente fecha (octubre de 2010):
El Salvador
ARENA (1989-2009)
La Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), de El Salvador, surgió en 1980, en plena guerra civil, como nuevo instrumento político para enfrentar a las organizaciones revolucionarias, en remplazo de los partidos conservadores tradicionales, que en aquellas circunstancias ya eran incapaces de cumplir esta función y de mantener la confianza de las fuerzas armadas (y de sus asesores estadunidenses). Sus orígenes estuvieron enlazados con el ejército y vinculados a la “guerra sucia”, en particular los escuadrones de la muerte y su historial de secuestros y asesinatos selectivos.
Esa primera etapa, liderada por el mayor Roberto d’Abuisson, corresponde a una situación extrema en la que, sin embargo, ARENA ya actúa como brazo político del sector más agresivo y moderno de la burguesía salvadoreña, interesado en el sector servicios. En contraste, los viejos partidos conservadores estaban ligados a las familias oligárquicas vinculadas al sector agroexportador.
En la etapa inicial ostentó rasgos semifascistas con connotaciones militares y comportamientos disciplinados y verticales, dotados de una definida conciencia de sus prioridades, en la que sobresalía una vehemente convicción anticomunista, en correspondencia con su función contrarrevolucionaria y su papel de partido de la reimposición del orden.
Pero, a medida en que la coyuntura histórica se modificó, ARENA tuvo capacidad para desmilitarizar sus formas y conductas, no solo para amoldarse al proceso de negociación de la paz con el FMLN, sino para legitimar políticamente al régimen postbélico. En particular, para desarrollar un discurso populista capaz de superar electoralmente a los revolucionarios en el campo de una democratización acotada.
La sucesión de gobiernos de ARENA marcó una evolución definida, en la que este partido remplazó a la derecha conservadora, a la vez que la burguesía más avanzada sustituyó en el mercado dominante a la oligarquía tradicional. Con Alfredo Cristiani (1989-94), político surgido de la élite empresarial, se negoció la paz y se estableció una democracia restringida, doblegando a los sectores que se resistían a la correspondiente reforma política. Con Armando Calderón Sol (1994-99) y Francisco Flores (1999-2004), se consolidó un régimen neoliberal sin oposición armada, acentuadamente contrarrevolucionario pero formalmente democrático, al gusto norteamericano, madurándose una nueva forma de dominación política. Con Elías Antonio Saca (2004-09) ese régimen experimentó sus primeras dificultades para reproducirse.
Esto ocurrió no solo porque en el 2009 una alianza política progresista, en la que el FMLN es mayoritario, ganó las elecciones presidenciales por sus propios méritos. También sucedió porque la estructura político-ideológica y organizativa de ARENA ya no respondía a las circunstancias de la crisis del modelo económico, el subsiguiente malestar social y el desgaste de los recursos políticos usados para legitimar al régimen.
Esto, unido a los efectos de la derrota electoral, ha dividido a ARENA entre la Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), sector anuente a concertar acuerdos reformistas con el nuevo gobierno, y ARENA propiamente dicha, que vuelve al liderazgo de Cristiani como partido de la derecha radical. Ambas alas ahora deberán transitar un proceso de redefinición política en las nuevas condiciones políticas nacionales y regionales.
No obstante, es claro que en su momento ARENA fue un nuevo modo de organización política para remplazar a los partidos conservadores frente al creciente desafío de la izquierda. Y que esto se viabilizó ofreciéndole otra modalidad de instrumento político al sector más agresivo de la burguesía, dotándolo de un liderazgo “macho”, un discurso populista (e incluso nacionalista) y un uso más profesional e intensivo de los medios de comunicación, aptos para asegurar la cooptación y encuadramiento organizativo de varios segmentos de la clase media afligida y de los grupos populares más desorientados.
Perú
Alberto Fujimori (1990-2000)
El contexto inicial del fenómeno Fujimori fue, asimismo, uno de crisis económica, agotamiento de las opciones políticas tradicionales y agravamiento de la emergencia policiaca y militar plantada por el terrorismo de Sendero Luminoso.
Alberto Fujimori adoptó un discurso populista para derrotar al neoliberalismo elitista de Mario Vargas Llosa, candidato de la derecha tradicional. Ese discurso se dirigió a captar el apoyo de los sectores informales y marginales e, incluso, de los grupos evangélicos enquistados entre esas poblaciones, tras el descrédito de la reciente gestión aprista, así como de confusión, fragmentación y repliegue de la izquierda legal. Adicionalmente, el empeño en cerrarle el paso a Vargas Llosa indujo al aprismo y a grupos de izquierda a apoyar la opción de Fujimori, cuyo perfil político se presentaba como el opuesto al de su contrincante.
Sin embargo, enseguida de ser electo Fujimori impulsó un proyecto neoliberal radical, que implementó con tecnócratas peruanos aportados por el FMI, el Banco Mundial y el gobierno de Estados Unidos. Frente a una institucionalidad política que se resistía tanto a los “ajustes” neoliberales como al incremento de las acciones represivas, en 1992 desató un autogolpe de Estado, disolvió el Congreso e instauró un llamado Gobierno de Emergencia y Reconstrucción, y el siguiente año eligió una Constituyente para implantar una Carta Magna a la medida del proyecto fujimorista.
Esto le facilitó acelerar la aplicación del shock económico neoliberal al amparo de la militarización y las medidas represivas desatadas a nombre de la lucha por acabar con el movimiento insurreccional del MRTA y con el terrorismo de Sendero Luminoso. A la vez, el mismo argumento contrainsurgente le sirvió para tomarse el control de los medios de comunicación.
La defenestración de los partidos y del parlamentarismo tradicionales, el alejamiento de los personajes políticos de la oligarquía, la ilusión temporal de bonanza deparada por el inicio de las medidas neoliberales, los éxitos del castigo a los grupos relacionados con la violencia revolucionaria y el terrorismo de Sendero Luminoso, el silenciamiento de la crítica política y periodística, y la difusión del discurso y la gesticulatoria populistas, instrumentaron un período de popularidad fujimorista del que aún quedan secuelas.
Pero, al final de cuentas, la revelación de los abusos cometidos en violación de los derechos humanos, de los excesos en materia de coacción, chantaje y soborno para neutralizar a los críticos del régimen, y de los escándalos de una creciente corrupción, erosionaron la capacidad del fujimorismo para gobernar y sostenerse, con lo que al cabo de 10 años se desmoronó con relativa facilidad.
Si bien Fujimori no fue un dirigente político surgido de la élite empresarial, sí reunió las habilidades necesarias para asumir los intereses del sector de la burguesía local y transnacional interesado en remplazar a la vieja cúpula económica y política, e imponer la reforma neoliberal como medio para reestructurar la economía del país de conformidad con esos intereses. Esto requirió llevar a cabo una audaz política de derecha dirigida a neutralizar a sus adversarios por las buenas o por las malas, y darle soporte político a ese cambio estructural. Mas, cumplido ese remplazo, el propio Fujimori resultó desechado como el responsable de los abusos cometidos para implementarlo.
No obstante, luego de esa experiencia, y de la subsiguiente vuelta y frustración del partido aprista como opción de gobierno, el sistema político peruano y sus actores tradicionales han quedado en entredicho y el país está nuevamente expuesto a la disgregación y el aventurerismo.
Brasil
Fernando Collor de Mello (1990-92)
Oriundo de la oligarquía local de un pequeño estado brasileño, donde su familia controlaba los principales medios de comunicación, Collor emergió en la política nacional como un producto mediático. Frente al desgaste de las figuras políticas de la derecha tradicional y la amenaza de que fuese electo el líder del PT, Luiz Inácio de Silva, Lula, la burguesía brasileña en especial las de Sao Paulo y Bahía invirtió en el proyecto de auspiciar una cara nueva, con el apoyo de los principales medios impresos y electrónicos principalmente la Red Globo .
Presentado como un joven dinámico y prometedor, apuesto, emprendedor y deportivo, Fernando Collor de Mello fue erigido candidato por medio de una operación de marketing. Enarboló un discurso populista centrado en combatir la corrupción, reducir los gastos suntuarios del Estado y asistir a las poblaciones más pobres, a la par se le presentó como un profesional exitoso, que luego de triunfar como empresario en el sector privado ofrecía poner sus habilidades al servicio de la modernización del país y la redención de los necesitados. La exhibición de sus lujos residencias en varias ciudades brasileñas, yates y automóviles deportivo y su imagen de playboy se usaron como pruebas de que no era un político clásico ni tenía motivos para ser deshonesto.
Fue, pues, candidato de cuatro estereotipos: el de la supuesta conveniencia de prescindir de los políticos y los partidos tradicionales, el de la presunta bondad de trasladar las habilidades del manegement empresarial a la gestión pública, el representar un “cambio” en las formas de gobernar, y el del mito de que los ricos no roban puesto que ya no lo requieren.
En la práctica, Collor no era un outsider de la política como sus promotores hicieron ver, ni traía un proyecto social sino un programa de shock neoliberal, así como tampoco combatiría la corrupción gubernamental. Su permanencia en el cargo duró apenas medio período; al revelarse la red de manejos corruptos que se instaló alrededor suyo, el escándalo movilizó a gran parte del país hasta que el Congreso lo removió del cargo.
México
Vicente Fox (2000-06)
La siguiente experiencia de su género llevó a la elección de Vicente Fox, empresario que asimismo fue Presidente de México por efecto de una intensa operación mediática. Luego de que en los anteriores comicios se evidenció que el régimen político tradicional podía ser remplazado por un candidato de izquierda, y que la oposición de derecha no disponía de una alternativa atrayente, un importante grupo de empresarios entre los que destacaban los vinculados al capital o el mercado estadunidenses apostó a Fox, quien ya se había logrado abrir paso como gobernador de un estado de la federación.
La candidatura y la campaña de Fox ensambló dos pilares: al grupo empresarial que lo impulsó y al Partido Acción Nacional (demócrata cristiano), veterana organización política que le prestó estructura de cuadros y acompañamiento de candidatos parlamentarios y locales. Los estereotipos explotados para desarrollar el marketing mediático fueron aproximadamente los mismos que en el caso de Collor, pese a tratarse, a simple vista, de dos países distantes y distintos.
Al ganar, Fox introdujo un método de selección de sus altos funcionarios que respondía el mito así cultivado: con auxilio de una corporación norteamericana especializada en selección de personal, escogió un conjunto de ministros con méritos en la alta gerencia empresarial. Pero ese equipo estuvo lejos de lograr un gobierno exitoso; aunque fueran destacados directivos de negocios privados, la estrechez de su cultura política enseguida resultó en un gobierno mediocre.
A título de “modernizadores”, los objetivos neoliberales de ese gobierno estaban claramente definidos, mas su dirección estuvo lejos de saberlos implementar políticamente. A su vez, la institucionalidad política mexicana resistió exitosamente muchas de las iniciativas propuestas.
No obstante, la tenacidad de la animadversión entre los herederos del PRI y la izquierda electoral dificultaron que ésta izquierda lograse una victoria suficientemente rotunda en las siguientes elecciones, y que se mantuviera cohesionada en el subsecuente período. Esto le permitió a los cuadros políticos del Partido Acción Nacional la oportunidad de remplazar a Fox por un dirigente político profesional, con lo cual esa alternativa empresarial de nueva derecha quedó cancelada.
Colombia
Álvaro Uribe (2002-10) / Juan Manuel Santos (2010 - )
La complejidad del proceso histórico colombiano que dio lugar al uribismo no puede explicarse en pocas líneas. Aun así, cabe señalar que este fenómeno resultó del interminable y desesperanzador “empate” entre los gobiernos y las guerrillas, el desgaste e inoperancia de los partidos tradicionales, la continuidad y penetración política y sociocultural del narcotráfico, así como el largo acoso paramilitar y mediático contra la izquierda electoral, más la incapacidad de esta última para mantenerse cohesionada hasta cuajar una opción electoral efectiva.
Al final esto se tradujo en la entronización de una alternativa antisistémica (respecto al sistema político o “establecimiento” tradicional) para asegurar la gobernabilidad y la vida diaria del país.
Álvaro Uribe provino de la burguesía terrateniente de Antioquia, provincia de la que fue senador y gobernador. Como gobernador creó las “Convivir”, organización contrainsurgente que involucró armar e involucrar civiles en las operaciones antisubversivas. Se le atribuyen relaciones con el Cartel de Medellín y los paramilitares en esa misma zona del país.
Logró candidatizarse para la presidencia de la República a contrapelo de su partido el Liberal y así presentarse como un candidato antisistémico. Posesionado de la Presidencia, descartó la estrategia de negociar una solución política con las organizaciones insurgentes y en su lugar entronizó la estrategia de “seguridad democrática”, alianza con Estados Unidos e impulso a la economía de mercado y la privatización. Su gobierno se caracterizó por los excesos extrajudiciales en el combate a la insurgencia en las áreas rurales, así como la penetración del paramilitarismo y el narcotráfico en el ejercicio político y las instituciones públicas.
El uribismo amalgama un discurso y algunas prácticas socialdemócratas con un desarrollo intensivo, ininterrumpido y audaz de las operaciones militares, policiales y paramilitares contrainsurgentes con un enorme saldo de masacres, desplazamiento de poblaciones , junto a una activa capacidad mediática, política e ideológica para enmascarar o justificar esos métodos y mantener la hegemonía político cultural del bloque socioeconómico dominante.
Con esas armas creó un nuevo polo político de las derechas; fomentó el transfugismo político y redujo a su mínima expresión a los grandes partidos políticos tradicionales, particularmente sustrayéndole cuadros al Partido Liberal y subordinando al Conservador, a la vez que mantuvo en jaque a la izquierda democrática y, por si faltara, expuso reiteradamente a sus críticos a peligrosas represalias paramilitares endilgándoles acusaciones públicas de supuesta complicidad con la guerrilla.
Panamá
Ricardo Martinelli (2009 - )
Importante propietario agroindustrial y de supermercados, fue funcionario con rango de ministro en dos anteriores gobiernos, de opuesto signo político. Luego adoptó el papel de actor “antipolítico” y el guión de empresario exitoso que viene a ofrecer sus habilidades para mejorar la gestión pública y darle un “cambio” al país. Tanto en campaña como en el gobierno, concentra un gran esfuerzo en manejar los medios de comunicación, a lo que añade un estilo personal supuestamente “popular” e incluso chabacano.
Enseguida de electo, se afanó en concentrar rápidamente el poder, sometiendo a la Contraloría de la República, a la Procuraduría de la Nación, a la Asamblea Nacional y a la Corte Suprema de Justicia a su autoridad personal. A la vez, descartó todo proceso de consulta y concertación con las organizaciones sociales y políticas, y desató una política de intimidación, soborno, chantaje y persecución judicial a sus críticos y contra los dirigentes opositores, alegando que tales consultas o cuestionamientos entorpecen la gestión de gobierno.
Aunque Martinelli representa a un grupo plutocrático, no cabe decir que gobierna para favorecer los intereses de su clase. Antes bien, usa los poderes del Estado para imponerle su voluntad personal también a su propia clase, y hasta para despojar a algunos de sus miembros.
Ese conjunto de características da lugar a un régimen opresivo, apuntalado por una continua y masiva campaña mediática que incluso encomia obras que no se han hecho y exagera la importancia de las realizadas, a la vez que proliferan las intimidaciones a periodistas. Las decisiones caprichosas, las improvisaciones y los consiguientes desmentidos oficiales son diarios, en un ambiente de inseguridad jurídica e incertidumbre política, que acompaña al afán gubernamental por incrementar recaudaciones fiscales para financiar tanto obras que no se ven como notorios beneficios a familiares y amigos.
Se gobierna con una obsesiva atención a las encuestas de opinión pública; con anticipación a las cuales se anuncian iniciativas o se las desmiente. Sin embargo, pese a que en el país las condiciones de vida se han deteriorado y encarecido, el hábil, oneroso y persistente manejo mediático que el gobierno sostiene le permite a Martinelli mantener un elevado índice de aceptación entre los sectores populares carentes de organización social o política propia.
Chile
Sebastián Piñera (2010 - )
Piñera representa un núcleo empresarial multimillonario, e igualmente su campaña involucró una intensa ofensiva mediática para respaldar los mitos de que él constituía una opción “antipolítica”, así como las supuestas bondades de trasladar a la gestión pública las habilidades de la gerencia privada. A similitud de Martinelli, asumió el gobierno derrotando electoralmente a contrincantes cuyas opciones o propuestas políticas ya se habían desgastado.
No obstante, uno y otro tienen rasgos muy diferentes. En primer lugar, el chileno actúa en el seno de una cultura y una institucionalidad políticas más desarrolladas, en la cual él no tiene mayoría parlamentaria ni se la puede “crear” con los métodos de Uribe ni Martinelli. En segundo, que Piñera es un derechista políticamente más sofisticado, que antepone consolidar su legitimidad encabezando una política de unidad nacional, antes que destruir a sus reales o potenciales adversarios.
Esto no es ajeno al género de procesos económicos que representan. Martinelli expresa un segmento comercial: una gran cadena de supermercados sucesora de negocios agroindustriales interesados en convertirse en empresa importadora. Más claramente, una cultura de tenderos que sustituye a una de explotadores de indígenas y pequeños agricultores. En contraste, Piñera representa intereses vinculados a tecnologías de punta e inversiones de alta productividad, que implican socios, colaboradores y clientes de bastante mayor solvencia intelectual y social, así como vinculaciones internacionales de otro rango.
Esa cultura y esas inversiones reclaman un estilo de gobierno más interesado en asegurar un orden institucional estable y previsible, como espacio donde una diversidad de intereses económicos pueda convivir y cooperar, y en la que los distintos grupos sociales y políticos tengan motivos para acomodarse sin entrar en tensión. Propósito que Piñera apuntala con un sagaz manejo mediático de cada acontecimiento, enfocado al servicio de su propia imagen personal.
Costa Rica
Otto Guevara
Otto Guevara lideriza al Movimiento Libertario, agrupación política sucesora del semifascista Movimiento Costa Rica Libre, ya extinguido, y preside la Red Liberal de América Latina, capítulo regional de la Internacional Liberal. Ha sido tres veces candidato presidencial, cada vez cosechando mayor votación. Si bien en lo personal no es un millonario, está casado con la heredera de una de las mayores fortunas del país.
Propone una política de mano dura frente a la delincuencia y la inmigración, así como dolarizar la economía, recortar el impuesto sobre la renta y realizar las privatizaciones que los anteriores gobiernos no pudieron lograr, como las de la energía eléctrica y las telecomunicaciones.
El gradual fortalecimiento del Movimiento Libertario (ML), junto con la aparición del Partido de Acción Ciudadana (PAC) han recompuesto el escenario político costarricense. EL ML remplazó al partido de la vieja derecha conservadora (Unidad Socialcristiana) y el PAC reagrupó a la izquierda moderada y a la mayoría de los socialdemócratas que han abandonado al Partido Liberación Nacional (PLN). En los últimos comicios (2010) el ML amagó con sustituir al PAC como segunda fuerza electoral del país.
Martinelli es un decidido impulsor de Guevara y en la pasada campaña electoral algunas fuentes informaron que ayudó a financiarla.
Argentina
Mauricio Macri / Francisco de Narváez
No es de extrañar que los representantes más destacados de la nueva derecha argentina son dos empresarios que iniciaron sus actividades políticas en tiempos de la demagógica aventura neoliberal de Carlos Saúl Menem.
Mauricio Macri, actual Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, es hijo de un gran empresario y a su vez tiene negocios en diversos rubros, entre los cuales están la industria automotriz, la construcción y el procesamiento de basura. Lidera la llamada Propuesta Republicana (PRO) donde tiene como aliado político al ex radical Ricardo López Murphy.
Francisco de Narváez es un empresario con intereses principales en los medios de comunicación, donde es socio del menemista José Luis Manzano. Es muy activo en el marketing digital y dirige un equipo dedicado a “acaparar la web”. Empezó su actividad política de la mano de Mauricio Macri y apoyó a Carlos Menem.
Mientras Macri ha actuado en el campo afín a la Unión Cívica Radical, de Narváez lo hace en el área de la actual derecha peronista. No obstante, ambos operan con del esquema de empresarios exitosos que acceden participar en política para ofrecer sus habilidades gerenciales al servicio público.
Persistencia de las variantes tradicionales
Naturalmente, donde se percibe que las formas habituales de dominación política aún cumplen su cometido no hace falta una nueva derecha. O bien, se confía en algún otro método para contener a la izquierda o sacarla del gobierno.
Por ejemplo, en Brasil o en Uruguay los principales sectores de la derecha aún consideran que el sistema político tradicional, tal y como este funciona en la actualidad, aún se basta para conservar y reproducir los rasgos fundamentales del orden socioeconómico vigente.
En Guatemala la derecha mantiene su confianza en el general (r) Otto Pérez Molina como su carta para recuperar el gobierno por la vía electoral y ejercerlo con mano dura. Es decir, se apela a la opción acostumbrada, luego de haber maniatado y desgastado por todos los medios al actual gobierno socialdemócrata, una excepción que la oligarquía ha logrado neutralizar.
En Paraguay, la derecha aún se detiene entre dos opciones: por un lado, cierta renovación del stroessnerismo, tan reaccionario como siempre pero ahora anuente a las pautas formales de la democracia electoral. Por otro, el liberalismo, la oposición permitida de tiempos de la tiranía, que no logró desplazar por sí mismo al primero y ahora puja por contener a su actual aliado, los grupos progresistas congregados por el Presidente Fernando Lugo.
En Honduras, lo que la oligarquía percibió como una desviación peligrosa del manejo acostumbrado del poder se atajó de forma expedita pero novedosa, en lo que se ha denominado un Golpe “correctivo”: los generales expulsaron al Presidente pero no retuvieron el mando sino que lo entregaron a quien presidía el Congreso otro representante de la oligarquía , para que éste a su vez legalizara su traspaso para restablecer la “normalidad” tradicional.
Con este precedente, el “golpe correctivo” ha quedado como un ominoso modelo que ya tentó a la derecha en Ecuador, donde el intento de replicarlo fue detenido gracias a la movilización popular y a una rápida reacción internacional.
En busca de otra derecha
En los países donde la crisis del sistema político tradicional no solo hizo factible elegir una alternativa progresista como opción de gobierno, sino reformar dicho sistema, los actores de la derecha ahora tienen mayor dificultad para recomponer su oferta política.
Así, en Ecuador esa recomposición se disputa entre la opción de Álvaro Noboa y la modalidad más antisistémica de Lucio Gutiérrez. El primero es un millonario con negocios en la exportación de banano y otros rubros, que procura hacerse ver como un empresario con sensibilidad social. El segundo irrumpió en la política como un coronel golpista que desvió a favor suyo las energías de un movimiento de protesta social que luego canalizó hacia la derecha; por su lenguaje y desplantes recuerda más el cesarismo de la nueva derecha.
En Bolivia la oposición no ha logrado articularse como movimiento nacional, fraccionándose entre una alternativa territorial y otra sociopolítica. La primera, encasillada en los movimientos autonomistas de Santa Cruz, Tarija, Pando y Beni, desafía la autoridad central del Estado pero su propia naturaleza le impide plantearse un proyecto nacional. La segunda está constituida por un conglomerado de senadores, diputados y alcaldes con endeble articulación político partidaria. Su dirigente más notorio, el ex militar Manfred Reyes Villa, ex colaborador de Hugo Banzer, se fugó del país acusado de delitos comunes. Como movimiento opositor hoy pesa más el Movimiento Sin Miedo (MSM), disidencia izquierdista del Movimiento al Socialismo (MAS).
En Venezuela la oposición se dispersa en un conglomerado de organizaciones discrepantes que, para fines electorales, en los pasados comicios se asociaron en la Mesa de Unidad Democrática (MUD). En todos los casos, se trata de fracciones de la derecha tradicional desde la reacción extrema hasta la centro derecha , donde todavía no asoma una opción de nuevo tipo ni un liderazgo agluntinador. Quien pareció susceptible de promover como dirigente de una porción significativa de ese conglomerado, el ex gobernador Manuel Rosales, al cabo se fugó del país al señalársele como sospechoso de enriquecimiento ilícito.
domingo, 28 de novembro de 2010
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